El son en un piano, sin perder la ternura

Para la mayoría de los cubanos, el principal recuerdo audiovisual (si es que existe) de Luis Lilí Martínez Griñán es una vieja toma en la que el pianista aparece en un estudio junto a Chucho Valdés y Frank Fernández. Los dos, entonces unos jóvenes pero más que virtuosos instrumentistas, se empeñan por marcar los tumbaos del son montuno con la destreza exhibicionista de los músicos talentosos. Lilí, en cambio, paseaba tranquilamente sus manos por el teclado, como si para él tocar la síncopa y los ricos acordes precisos fuera tan natural como respirar o caminar.

Quizá quienes hoy disfrutan de la salsa y el son en alguna de sus variantes no son conscientes de ello, pero buena parte de la gracia de estos géneros se debe a quien recibió el sobrenombre de La perla del Oriente; el hombre que a golpe de dulzura marcó definitivamente la forma de tocar el piano en la música popular bailable.

Nacido en Guantánamo el 19 de agosto de 1915 y formado de manera autodidacta, los días como músico de Lilí comenzaron con presentaciones en fiestas familiares y de amigos. No pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en un destacado pianista, capaz de poner a bailar a toda la región oriental con sus inusuales armonías y estructuras orquestales.

Luis "Lilí" Martínez Griñán
Luis «Lilí» Martínez Griñán

Por eso no extraña que en 1945 fuera llamado por el Ciego Maravilloso, el tresero Arsenio Rodríguez, para integrar su conjunto, tras la salida de Rubén González. Fue allí donde se reveló en todo detalle su capacidad como músico, al dar forma a los arreglos para piano que han devenido en la manera clásica de abordar el instrumento en el son. Para ello se valió de las improvisaciones propias del jazz que tanto le gustaba y de un empaste del piano con el tres enriquecido con figuraciones armónicas y arpegios que aún hoy sorprenden por su vitalidad.

Pero lo que más singular hizo la interpretación de Lilí, lo que lo diferencia de tantos pianistas que han seguido sus pasos, es una sensibilidad inigualable que tiene sus raíces en la profunda devoción que le causaba la delicada música de Chopin, la cual lo llevó a transmitir esa ternura ante el teclado, como él mismo lo definiera, hacia su etapa de sonero.

Fuera del conjunto de Arsenio Rodríguez —que luego de la partida de este hacia Estados Unidos quedó en las manos del trompetista Félix Chapottín— Lilí desarrolló una intensa carrera hasta el final de su vida artística en 1967, como compositor, arreglista, maestro y director de agrupaciones como Los Diablos Rojos de Holguín y Luis Griñán y su Orquesta.

A pesar de su aporte imprescindible a la música popular y de ser la base desde la que figuras como Eddy Palmieri y Papo Lucca construyeron el estilo pianístico de la llamada salsa nuyorican, su nombre ha ido quedando progresivamente en el olvido, recordado fugazmente pero en realidad conocido solamente por músicos y melómanos. Ojalá no sean necesarios cien años de soledad para ubicar en su justo lugar a uno de los pianistas más carismáticos y originales que ha dado Cuba, esa perla del oriente a la que tanta alegría le debemos.

(Publicado originalmente en Trabajadores)

El repiqueteo infinito del tambor

Chano Pozo en la revista Life.
Chano Pozo en la revista Life.

«Por el tambor de Chano hablaban sus abuelos, pero también hablaba toda Cuba: pues el músico Chano, que injertó en el jazz de Norteamérica una nueva y vigorosa energía rítmica, fue cubano ciento por ciento (…) Debemos recordar su nombre para que no se pierda como el de tantos artistas anónimos que durante siglos han mantenido el arte musical de su genuina cubanía”.

Fernando Ortiz

El 7 de enero de 1915, en algún rincón del solar Pan con Timba, detrás del Cementerio de Colón, nació Luciano Pozo González. Los sonidos del toque de santo de ese día –acelerados, precisos, poderosos–, debieron de penetrar por las ventanas del modesto cuarto de Cecelio González y Carnación Pozo, y fueron calando desde el mismo comienzo en ese hijo de Changó, que como él, se convertiría en el dueño absoluto de los tambores, el baile y la música.

Vivió la vida dura e intensa de cualquier negro de comienzos de siglo en la joven república de Cuba, cargada de desigualdades, racismo y una fuerte expresión cultural capaz de sobrepasar cualquier traba. Al joven Luciano, que pronto fue Chano, nadie le regaló demasiado. Estuvo internado en un reformatorio juvenil, vendió periódicos, limpió zapatos, sirvió de guardaespaldas; aprendió y asumió el estilo de un mundo violento que solo entiende de perdedores y sobrevivientes. Pero fue justamente el universo marginal de La Habana, con sus prácticas de santería y sus ritos de abakuá, el que le dio sus mejores armas: los ritmos, los timbres, las trampas de la música afrocubana.

Un rápido repaso a su breve vida causa vértigo: compositor, tamborero y bailarín de comparsas como Los Dandy de Belén; fundador del Conjunto Azul junto a su hermanastro Felix Chapottín; participante en el show Congo Pantera del Cabaret Tropicana; miembro de la Orquesta de los Hermanos Palau; colaboraciones con Miguelito Valdés, Arsenio Rodríguez y Frank Grillo (Machito); bailarín de la compañía de Katherine Dunham; miembro de la banda de Dizzy Gillespie; colaboraciones con Milt Jackson y James Moody y sus Modernistas… todo esto en 33 años. 33 años en los que dejó una huella en Cuba como rumbero de altura y trastocó con su espíritu turbulento el camino de un río de por sí poderoso como es el jazz.

Porque, en septiembre de 1947, por mediación de ese otro grande que fue Mario Bauzá, el tamborero Chano Pozo conoció al trompetista norteamericano Dizzy Gillespie. De la trascendencia de este intercambio, del que se han escrito incontables páginas; solo me gustaría detenerme en un detalle. Ahora que estamos en tiempos de reapertura de embajadas y de normalización de las relaciones entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos, vale recordar el ejemplo del trabajo de Pozo junto a Dizzie Gillespie; trabajo que –como el de Machito, Mongo Santamaría, Mario Bauzá y tantos otros-– terminó por darle un sonido definitivo a eso que conocemos como latin jazz, ese reencuentro armonioso de los ritmos y melodías negras de ambos lados del estrecho de la Florida.

En apenas dos años, se convirtió en uno de los músicos imprescindibles de la escena jazzística de Nueva York, una figura única con un sonido inigualable que deslumbraba a cuantos lo escuchaban tocar, cantar e injertar los ritmos afrocubanos en el jazz. Pero Chano, sin importar cuánta fama pudiera estar acumulando, cuando no estaba viviendo al límite la vida se encargaba ponerlo en el límite a él.

Y justamente el límite lo encontró en el neoyorquino barrio de Harlem el tres de diciembre de 1948, víspera de su patrona Santa Bárbara, que en el sincretismo cubano corresponde con Changó, el padre al que no pagó su promesa de «hacerse» santo. Del suceso se han difundido distintas versiones que no acaban de ponerse de acuerdo sobre el móvil del asesinato. Una de esas historias, interesante por su regodeo novelesco en el suceso, afirma que Chano acababa de poner en la victrola la grabación de Manteca, su antológico tema coescrito con Gillespie, y que la bala le partió el corazón en medio de su baile.

Ficciones (o no) aparte, el hecho incontestable es que Eusebio Muñoz, alias El Cabito, vació su cargador encima de uno de los tamboreros más míticos de la historia de la música. Si sonaba o no Manteca mientras moría, poco importa; la rumba estuvo desde la cuna y lo siguió (y nos siguió) acompañando hasta siempre.

(Publicado originalmente en Trabajadores)

Monterey, 18 de junio de 1967. The Jimi Hendrix Experience y el sacrificio de la guitarra

«quemar mi guitarra fue como un sacrificio. Tu sacrificas las cosas que amas. Yo amo mi guitarra».

Jimi Hendrix

Después de ver Jimi: All by my side (diga lo que diga RS, un olvidable biopic sobre los años del despegue de Jimi Hendrix) me entraron ganas de volver a ver su antológica quema de la «transition” Fiesta Red 1965 Fender Stratocaster, rebautizada a partir de entonces como Monterey Strat, en el Festival Monterey de 1967.

Jimi Hendrix burning the Monterey Strat, at Monterey Pop Festival, in Monterey, June 18th 1967. Photo: Jim Marshall
Foto: Jim Marshall

Al parecer, la idea del incendio de la guitarra rondaba la cabeza de Hendrix con insistencia desde hacía un tiempo, en una suerte de acto místico, sensorial y contestatario, muy propio de la era Acuario y el movimiento hippie. Unos meses antes, en marzo del 67, en London Astoria, intentó incendiarla y se llevó unas buenas quemaduras como resultado. Al parecer para junio había perfeccionado su acto, y el domingo 18 los asistentes al Monterey Pop Festival pudieron disfrutar no solo de un Jimi en estado de gracia sino de uno de los pasajes más icónicos de la época dorada del rock (inmortalizado, para suerte de nuestras generaciones, en las fotografías de Jim Marshall y en las imágenes del documental Monterey Pop).

Jimi Hendrix burning the Monterey Strat, at Monterey Pop Festival, in Monterey, June 18th 1967. Photo: Jim Marshall
Foto: Jim Marshall

De esa escena, que habré visto una decena de veces, me encantan varias cosas. El ritual, por supuesto, en especial el momento en que Jimi monta la guitarra, o mejor dicho, tiene sexo, lasciva y poderosamente, con ella. Lo otro es el rostro de la muchacha que aparece en el minuto 1:56, esa mezcla de terror, fascinación y sorpresa ante un acto inexplicable y seductor, como si volviéramos a los tiempos tribales en los que la liturgia, el misterio y el fuego devorando la oscuridad controlaban la vida de hombres y mujeres.

Salsa postmoderna para gozar

por Jorge de Armas
En abril de 1997 conocí a José Luís Cortés.  Con él disfruté de comidas en su casa y reuniones en la sede del Partido provincial (sí, leyeron bien, disfruté) el Tosco en una reunión con Lazo es sumamente disfrutable. Y después de semanas de encariñamiento mutuo, de verlo trabajar día a día, – y gozar también – surgió este texto que fuera publicado en la Gaceta de la UNEAC, en su número de mayo – junio de 1997.  En estos días en los que recibe el más que justo homenaje, para quien considero el más grande músico cubano surgido del proyecto cultural cubano, además de un tipo excepcional, recupero este texto que tiene la misma dosis de inmadurez que de sinceridad.

La música cubana adolece la falta de una plataforma teórica y conceptual que la legitime en su justa cabalidad, apelando, como es lógico a la rica tradición e historia pero dilucidando los elementos que estructuralmente la hacen un fenómeno distinto, desplazado de vertientes casuísticas, y condicionada por coyunturas y espacios redefinidos epocalmente.
Mucho se habla entre posturas y parapetos enfrentados el boom de la música cubana, pero en ambas posturas, la a favor y la en contra, nadie analiza desprejuiciadamente sobre qué valores se construye ese hacer musical. Algúnos limitan la función de nuestra música popular al baile y en los bailadores justifican el éxito o no de las propuestas. Esto es válido, pero en nada puede excluir la posibilidad que tiene la música de contribuir  a determinadas claves y coordenadas en que se inserta la cultura cubana. Además, nos encontramos que cada postura apela a un toponimio ambivalente, la salsa puede ser elegante, caballeresca o médica, y en los más de los casos, vulgar, chabacana y hasta misógina.
Todo lo anterior está bien aunque es insuficiente. Ahora quisiera detenerme en un fenómeno particularmente novedoso en el espectro musical cubano, fenómeno que marca pautas dentro de un hacer y que se distingue por una certeza comunicativa amparada en sólidos basamentos  musicales, conceptuales y populares.
A mi modo de ver la orquesta netamente revolucionaria, novedosa y distinta es NG La Banda y todo se lo debe al talento y genio de su director José Luis Cortés. Si desprejuiciadamente analizamos este fenómeno, podemos descubrir paradojas evidentes: por una parte la sofisticada elaboración musical, amparada en una ejecutoria impecable, armonías discretas y detalladas, arreglos espectaculares y una relación entre las partes que no deja fisuras en la proyección de conjunto, eso unido a las letras que no buscan la excelencia literaria y que se poyan en expresiones muy populares, en dichos y dicharachos al uso nacidos de contingencias y choteos diarios.
Esta dualidad pone de relieve un ejercicio muy cuidado de selección, recordemos que José Luis Cortés es un graduado de nuestro sistema de enseñanza del arte, academia rigurosa que dota a sus pupilos de una altísima preparación musical y general, sin importarle el origen del artista. Es por eso que se da la incorporación de los valores populares en un hacer “culto”, elaborado y nada empírico. En El Tosco esto es asumido como estrategia fina y cuidada, la improvisación no tiene espacio, solo el que permite la expresividad interpretativa, este juego involucra la proyección grupal, su ejecutoria escénica y hasta “poses” personales.
Por otro lado El Tosco evidencia una fractura entre enclaves paradigmáticos de nuestra música popular y apela a elementos de fusión con ánimo renovador. Unido al hablar popular nos anuncia en su hacer fraseos jazzísticos, reminiscencias al blues, rap e incluso, rock. Las tan maltratadas letras no son un sinsentido impostado, son en cambio, el elemento que señala un asidero en la tradición y evidencian la voluntad del Tosco de pertenecer, de ser parte de una historia musical a la que no puede renunciar.
La bruja, El baile chino o Échale limón son solo tres de las letras maltratadas. El compás inicial de Échale limón  merece un estudio aparte y diferenciado en nuestra historia musical, es un compás lúcido, fuerte y elaborado, que para nada anuncia el texto: “El otro día me encontré por Cayo Hueso…” Aquí está el genio, de las ocho marcas notables del compás caemos en lo popular sin tránsitos abruptos, sin cortes, solo con la ruptura de nuestros pobres esquemas receptivos; La bruja es todo un homenaje a una cultura machista que, sin embargo, no puede vivir sin la mujer, es además, un ejercicio cultísimo pues desde el medioevo en España, que para quienes lo han olvidado es la tierra madre de nuestra lengua, bruja es un apelativo común a un tipo de mujer sensual, alegre, popular. Este tema es todo un ejercicio de juego metafórico donde los elementos culturales del cubano están a relieve, puestos allí sin que nadie deba extrañarse y sí regocijarse con una música genial y un texto revelador. Así lo vemos, el bailador disfruta y el que no baila puede descubrir excelencias musicales unidas a elementos populares.


Otro rasgo que distingue al Tosco es su variabilidad, su afán de no inscribirse en una modalidad y su deseo de destacarse en medio de la linealidad discursiva de la salsa cubana. Así aparece un Mambo alucinante, heredero de lo mejor y que regala a nuestra historia musical un olvido bien rescatado, también solos magistrales ejecutados por una orquesta que, hombre por hombre, pudiera ser la mejor del país. Esto nos hace jugar y especular con su apariencia, gestualidad o proyección escénica, cuando todo esto no es más que un teatro que representa para después reírse con nosotros.
Soy ajeno a todo intento encasillador, pero creo que si en la cultura cubana de hoy alguien pudiera con justicia denominarse postmoderno, ese sería El Tosco. Salsa postmoderna para gozar pudiera ser su lema, en su hacer concurren muchos elementos que así lo prueban, la unión de lo alto y lo bajo en la cultura de modo coherente y funcional, toda una estrategia de carnavalización discursiva, un diálogo permanente con la tradición y su reincorporación en esquemas actuales, un afán de juego y reinterpretación de la historia musical y, por último, un ejercicio constante de perfeccionamiento y redimensionamiento de su propuesta creativa.
Apelar a la cultura popular o llamarse músicos populares no exime de una ejecutoria impecable e ilustrada. Hoy, la mayoría de nuestros músicos son graduados de las escuelas con un alto nivel, son por tanto, académicos y por ende sujetos de la alta cultura, el origen y lo que hacen los definen como populares, de ahí lo rico de nuestro hacer musical y lo vivo de su ambiente. José Luis Cortés, pudiera ser El Tosco, el postmoderno de la salsa criolla pero es ante todo, uno de los mejores músicos cubanos y el más preocupado en renovaciones estilísticas que activen a nuestra música y dejen de parecerse tanto los unos a los otros.


Publicado en La Gaceta de Cuba (La Habana), año 35, no. 3, mayo-junio de 1997, p. 64.

Mbókò, jazz desde el fondo de la música afrocubana

Portada de Mbókò, de David Virelles (ECM, 2014)
Portada de Mbókò, de David Virelles (ECM, 2014)

Si uno observa la portada del disco Mbókò: Sacred Music for Piano, Two Basses, Drum Set and Biankoméko Abakuá de David Virelles (Santiago de Cuba, 1983) tendrá un adelanto de lo que es el disco. El arte de la cubierta de Thomas Wunsch –una superficie de tonos tétricos repleta de arañazos y capas superpuestas– revela que no es esta una obra de complacencias. Que para escucharla hay que estar dispuesto a dedicarle mucho más tiempo que la hora que supuestamente dura.

Escuchen el comienzo de Wind Rose (Antrogofoko Mokoiren). En su mismísima apertura, los acordes deslizados en el piano y las oportunas apostillas del biankoméko confirman al oyente que no estamos delante de una fugaz experimentación.  Allá los que quieran vender postales folclóricas; Virelles, acompañado por Román Díaz en el biankoméko y las voces, Marcus Gilmore en la batería y los bajistas Thomas Morgan y Robert Hurst, salió dispuesto a marcar la diferencia.

Del cada vez más lejano ganador del concurso Jojazz en el año 1999, del pupilo de Jane Bunnet y su constante abordaje del jazz afrolatino en Canadá, del joven que desembarcó en 2009 en la Meca del Jazz alias New York, queda bastante poco en este pianista que asusta de tan recio. Sí, la palabra es esa. Asusta porque, junto a Román Díaz no teme adentrarse a contracorriente por los caminos de la tradición, dando seguimiento al trabajo esbozado en Continuum (Pi, 2012). En lugar de tomar la cómoda vertiente de la música afrocubana en su variante de celebración, Virelles opta por pulsar las raíces sacras de la Isla, hunde sus manos en la sangre y sin lavárselas ni esperar que coagule siquiera golpea con elegancia las teclas de su piano, con un espíritu más cercano al misterio de Thelonius Monk que a la felicidad de Chucho Valdés.

El artista se empapa de la esencia del misterio abakuá y la filtra a través del prisma de un inusual quinteto de jazz contemporáneo (piano, set de batería, dos contrabajos y biankoméko —un juego de instrumentos típicos de las sociedades abakuá que se compone de tambor (obiapá), conga (kuchiyeremá), quinto (biankomé) tambor (bonkoenchemiyá), cencerro (ékon) y sonajeros (erikundi) —).

La mezcla de rigurosidad investigativa, virtuosismo e imaginación compositiva de Virelles da como resultado una “suite intoxicante”, para decirlo a la manera del crítico del New York Times Nate Chinen, que interpreta estos rituales no con un afán de recreación historicista, sino con la voluntad de recrear su espíritu en los terrenos del jazz contemporáneo. El mismo Virelles explica que, aunque no es un practicante de esa religión, “profundizar en los elementos de su música simbólica y reinterpretarlos dentro de la música actual me ayuda a descubrir más sobre mis orígenes y hacia dónde voy”. Y es así como logra un álbum que las publicaciones más rigurosas califican como uno de los mejores del año 2014.

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David Virelles / Foto: John Rogers

Como decía anteriormente, Virelles, no llega hasta aquí solo. Este disco es también la suma oportuna de los músicos que le acompañan: es el marco sensorial que traza el percusionista Ramón Díaz, es la densa malla sonora que a cuatro manos tejen Thomas Morgan y Robert Hurst desde los contrabajos, es el talento mágico de Marcus Gilmore hecho ritmo.

Honores aparte merece Román Díaz, el otro gran artífice del disco. En las notas del disco, el pianista explica que han desarrollado “una forma de tocar juntos que moldeó todo el sonido del disco. (…) El álbum está hecho de piezas de piano que permitieron un desarrollo paralelo o entrelazado junto al bonkoenchemiyá. (…) En Mbókò, más que la voz humana –que es otro elemento que Román y yo hemos explorado previamente– es el bonkoenchemiyá el que cuenta una historia en un leguaje que puede ser rastreado a lo largo de la historia.”

Tal y como apuntan varias reseñas, es un álbum que demanda más de una audición. Así por ejemplo, encuentro que, tras alcanzar la cima con temas como Antillais (a Quintín Banderas) y Seven, Through the Divination Horn, con Ete (a María Teresa Vera) bordea el abismo, y no en el buen sentido de la metáfora. La pequeña coda con la que cierra un disco tan ambicioso es un misterio que aún no alcanzo a dilucidar. Sospecho que con esta pieza, en una obra de tamaña factura y complejidad, el músico pretendió decir algo que este periodista no acaba de entender. Pero bueno, la belleza de la música también está en eso. En repasar los discos como cazadores de minas que andan a campo traviesa con la esperanza de reventar al pisar el secreto que esconde una canción mil veces escuchada.

Virelles hace rato dejó de ser una promesa. Su trabajo en la escena musical de New York ha merecido la atención tanto de los críticos como del resto de la comunidad de una de las plazas artísticas más exigentes del mundo. Con Mbókò presenta credenciales de mayoría de edad, de madurez incuestionable, de músico a prueba de todo. Es Mbókò, en resumen, un disco abisal, un profundo viaje espiritual que se resiste a ser categorizado. Profundo como una cuerda de piano vibrando en un cuarto vacío, profundo como el alma humana. Profundo como ciertos lagos infinitos que, ocultos a la vista de todo el mundo, a veces muestran sus aguas en las manos de un pianista.

(Tomado de Trabajadores)