Sospecho que fue una tarde un tanto fría, en algún estudio mal insonorizado del ICAIC de los años 60. Allí grababa canción tras canción Silvio Rodríguez Domínguez, una especie de Bob Dylan tropical que sobrevivía al amparo del Grupo de Experimentación Sonora y gracias a la luz larga de Alfredo Guevara y Leo Brouwer. Mientras sus manos repasaban distraídamente los acordes de “Resumen de noticias” dijo: “Hay gente que dice ahora que yo fui el primer disidente de Cuba, el primer disidente contra la Revolución. En realidad disentir quiere decir discrepar, pero la disensión no implica necesariamente un antagonismo, yo lo veo de esa forma. Una cosa es estar contra lo mal hecho, contra los errores, contra el absurdo; otra cosa es estar contra la esencia misma de una idea”.
La grabación es minúscula, apenas cuarenta y seis segundos que no me permiten sospechar más nada. Quisiera pensar que aquel flacucho de cuello de tortuga ajustado, botas del Servicio Militar y jeans gastados siguió grabando, machacando las melodías que conformaron “Al final de este viaje”, ese LP iniciático de una generación, de un género, de un país.
El azar concurrente me ha llevado a Silvio Rodríguez una y otra vez en lo que va de año, como las botellas lanzadas al mar que recalan intermitentemente en las costas y vuelven a su eterna travesía. Sin embargo aún no había presenciado esos fugaces actos de amor que realiza el bardo de barrio en barrio, pulsando los espíritus de algunas de las personas más necesitadas de nuestra ciudad. Por eso accedí gustoso a la invitación de unos amigos que, como buenos silviófilos, se olvidan de criterios geográficos y persiguen al trovador por cuanto teatro de alcurnia o esquina pendenciera decide regalar canciones. Leer Más
Cuenta el mexicano Eduardo Valtierra que él se sobrecogió, hace muchos años, cuando escuchó por primera vez la palabra guerrilla en un texto musical. Se trataba de los versos finales de “Te doy una canción”, de Silvio Rodríguez. Según admitió, décadas después sigue sobrecogiéndose con las composiciones del trovador.
Y desde esa admiración sobrecogedora y sentida fue que Valtierra escribió su obra Silvio, aprendiz de brujo, presentada el 16 de febrero, en La Habana, en la XX Feria Internacional del Libro, en la que más de una treintena de voces latinoamericanas, casi todas cercanas al fundador de la Nueva Trova, opinan sobre él y sus canciones, desde la amistad y el compromiso.
Dicen que los brujos pueden, entre otras cosas, detener el tiempo. Y ese es un poder que le atribuye a Silvio su amigo Guillermo Rodríguez Rivera. Sólo así se explica que generaciones posteriores a las del cantautor sigan agolpándose para entrar a sus conciertos o desafíen el sol o la lluvia para emocionarse con sus letras y sus melodías.
Y ese relevo generacional que ha seguido a Silvio se puso de manifiesto ese día de febrero en la presentación del libro, uno de los últimos títulos de Ediciones La Memoria, sello editorial del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau.
De los trovadores que cantaron esa tarde, apoyando los comentarios y la lectura de fragmentos del texto hechos por Valtierra, solo Sara González es contemporánea del trovador. Marta Campos y Heidi Igualada son más jóvenes; más jóvenes aún son Eduardo Sosa, Ariel Díaz, Lilliana Héctor, los integrantes del dúo Karma y Lien y Rey. Ninguno cantó imitando a Silvio. Todos lo hicieron emocionados y agradecidos.
En la repleta sala Nicolás Guillén de La Cabaña también se agruparon admiradores de todas las edades. Y coreaban las conocidas “Unicornio”, “La gota de rocío” o “Te doy una canción”, y se sorprendían con otras que habían escuchado menos como “Que ya viví, que te vas”, “La resurrección” o “Querer tener riendas”. Esta última pieza, según reveló Sara González, la escribió Silvio pero ella se la “enseñó” cuando la grabaron juntos.
Para Rodríguez Rivera, quien tuvo a su cargo la presentación, Silvio, aprendiz de brujo es un libro chismoso, en el buen sentido de la palabra, si lo tiene, porque “enseña cosas”, incluso a él que tanto conoce del fundador de la Nueva Trova.
Otro poeta y amigo, Víctor Casaus, director del Centro Pablo, se reconoció una vez más como un silviófilo incurable, al tiempo que rememoró los años del Caimán Barbudo, en los que el trovador andaba con su guitarra a cuestas y él con sus versos, que no es lo mismo, pero es igual.
Sonriente y por momentos sonrojándose, Silvio asistió a la presentación del volumen, en la que también estaban el ministro de cultura Abel Prieto y la presidenta del Instituto Cubano del Libro, Zuleica Romay.
La magia se extendió hasta el jueves 17, en la galería Los pasos perdidos de la Biblioteca Nacional José Martí. Allí, la ausencia de trovadores la suplieron las hijas de Valtierra, Ilce y Erika, quienes acompañaron a su padre interpretando las composiciones, sin guitarra pero con mucho deseo. Y es que desde niñas no conocieron otras nanas que los cantos del cubano.
Licenciados en bibliotecología, historiadores, trabajadores de mantenimiento, empleadas de la cafetería, cubanas y cubanos diversos, jóvenes y viejos, narraron anécdotas de su vida vinculadas a Silvio, se acercaron al micrófono y cantaron, mientras que otros se agruparon para imitar con sus gargantas los sonidos de la guitarra, de la clave, o del bongó.
“Hoy le dimos un duro golpe al reguetón”, comentó como para sí uno de los asistentes a la presentación, quien se retiró del salón tarareando “La era”, con un libro de Valtierra bajo el brazo.
No podía ser de otra manera. Si alguien merecía el honor de ganar un premio dedicado al aporte de las artes en América Latina, ese debía ser nuestro Silvio. Él, junto a otros como Violeta Parra, Victor Jara, Mercedes Sosa y Zitarrosa, conforma ese coro de voces imprescindible si se desea configurar un panorama musical y social de las reivindicaciones de los pueblos latinoamericanos en el siglo XX.