Contra la inútil seriedad

¿Qué hay que hacer para que el sombrero se caiga?

Antoine de Saint-Exupéry

Charles-Chaplin

Ayer dejé un mensaje en FB que decía: Qué lindo el día que un periodista se llame a sí mismo un «cínico hijo de puta» en un medio cubano y no pase absolutamente nada. Y cuando digo no pase absolutamente nada no me refiero a que no sea víctima de la censura política, que es más o menos llevable, sino a la otra, mucho peor e implacable, la censura por solemnidad.

Vivimos asfixiados por la gravedad, hijos de un país donde la irreverencia es a lo sumo tolerada, y si puede ser en el marco de un espectáculo humorístico del lunes por la noche, mejor. Todavía no tengo demasiado claras las causas, pero está enquistado en nuestra ideología mucho del rigor mortificante de ciertas zonas del catolicismo. Somos ese lugar en el que se puede relajear con todo lo que no importa mientras que hacer un chiste a costa de los dirigentes, los símbolos patrios o los héroes nacionales (por poner algunos ejemplos extremos) es el colmo de la herejía. Algo muy jodido, porque el humor alcanza precisamente su mayor belleza y valor en los momentos que habla de cosas que valen la pena (para mayor información consulte Chaplin, Hermanos Marx, Cantinflas, Monty Python, Les Luthiers, Woody Allen et al.).

Que no se entienda esto como un loa al vale todo. Pero necesitamos una sociedad más libre, más suelta, menos mojigata, que se atreva a hablar de lo que le preocupa. Una sociedad en la que no cantemos Divino guión bajando la voz después de gritar Habana Abierta te lo trae. Una sociedad en la que el Pequeño tratado lingüístico sobre la pinga, esa joyita de Raúl Reyes Mancebo, no sea visto como algo escandaloso sino como el divertido texto que es. Una sociedad en la que aparezca una caricatura con Fidel o Martí y no se vea como un crimen de lesa majestad. Una sociedad en la que hablemos sobre pornografía como un fenómeno sociológico más, no el pariente degenerado que nadie quiere mencionar.

Una sociedad en la que las palabras y las ideas tengan su lugar justo, no el de los malentendidos ni los prejuicios. Y esto, niños y niñas, no tiene nada que ver con el sistema político y sí mucho con el cambio de mentalidad. Aunque no estoy seguro de que Raúl Castro estuviera pensando en lo mismo que yo cuando lo dijo.

PD:

No Wolowitz TBBT
Esto no viene demasiado al caso, pero es mi primer .gif y está muy divertido.

Los diversos mapas de un país (II). Hospitalidad a la camagüeyana. El espíritu de la guerrilla. Las vejeces de Nuevitas

ABRE PARÉNTESIS Camagüey, ciudad hospitalaria pero que no deja de recordarte a cada paso su sensación de superioridad, o cuando menos su singularidad dentro de lo que sea que podamos llamar identidad cubana. CIERRA PARÉNTESIS

Al día siguiente fuimos víctima de un tour desenfrenado por las iglesias de Camagüey, por los parques de Camagüey, por los museos de Camagüey, por el montón de lugares-que-no-puedes-dejar-de-visitar-si-vas-Camagüey.

Nuestros amigos de Camagüey enfrentaron el típico dilema del anfitrión que desea que sus huéspedes la pasen bien y vean todo lo que hay que ver y al final terminan convertidos en un lío de horarios y actividades contrarreloj. Se aprecia y agradece su gesto, pero conocer una ciudad conlleva un ritmo muy particular. Conocer una ciudad tiene mucho de desandar sin demasiada orientación por calles irreconocibles, de pasar cinco veces por delante de una fachada antes de aprender a reconocerla, de sentarse en todos los bancos de todos los parques y mirar a la gente hacer sus gestos cotidianos. Conocer una ciudad tiene mucho de caminar en sentido contrario a los puntos turísticos del mapa e ir a dar con tus huesos a alguna otra parte.

Finalmente partimos de Camagüey, y pasamos por la casa de Ortelio y Yami, una pareja de agricultores locos que son un recordatorio viviente de la importancia del trabajo, un par que se merece algo más que unas líneas sueltas en un caótico diario de viaje y sobre los que espero escribir en algún momento.

Ortelio y Yami. Foto: Kako.
Ortelio y Yami. Foto: Kako.

De ahí seguimos rumbo Limones-Tuabaquey, que probablemente no sea una de los lugares que más llame la atención a un amante del turismo de naturaleza, pero su pequeña cueva con pinturas rupestres, su río Máximo, su montaña dividida, sus mosquitos y otros bichos picadores nos recordaron sanamente que esto era una guerrilla.

Sirvió también porque fue el único espacio en esta ventura en el que discutimos sobre el destino de la llamada comunidad “Blogosfera Cuba”, y su vástago más querido –por mí, quiero decir– la revista. Dice una amiga, que percibe un desencanto progresivo en la gente cada vez que discutimos de esos asuntos, que la definición de Blogosfera Cuba es un club de blogueros que se dedica a turistear Cuba. Y si fuera solo eso bastaría. Pero es algo más. Es un montón de sensibilidades diversas tocando distintos puntos del país, palpando con dientes y uñas las vidas de los pueblos, caseríos, ciudades, lomas, puertos, ríos. Es un montón de manos distintas trazando a su manera los mapas de un país.

Dejamos Limones-Tuabaquey y tomamos la carretera para Nuevitas (alias Muela Quieta, como nos explicaron nuestros amigos camagüeyanos), con su bahía desconcertante, su micromundo industrial y su destrucción a ojos vista.

Cuando estábamos llegando nos avisaron que teníamos una sorpresa. En viaje cargado de visitas protocolares a fincas, cines, casas del Joven Creador, museos y centros nocturnos realmente no sabíamos que podría ser una sorpresa. Pero ni la mente más alocada de este grupo (fuera de los implicados, claro) hubiera podido suponerlo. Apenas nos bajamos de la guagua en el puerto, nos dijeron que subiéramos a bordo de un remolcador Polargo 5 en el que finalmente, después de unos largos minutos, nos encontramos cruzando la bahía. Un puto paseo por la bahía de Nuevitas. Para muchos de nosotros fue la oportunidad única, quién sabe si irrepetible de despegarnos de la tierra firme y adentrarnos en el mar, dejando atrás todo lo poco que tenemos seguro.

Bahía de Nuevitas. Foto: Kako
Bahía de Nuevitas. Foto: Kako

Viajar por mar es la forma más vívida del viaje. Las variantes terrestres no son más que aceleradas formas de llegar a donde nuestros propios pies podían habernos llevado tarde o temprano. La fórmula aérea, sin dudas la más desafiante, nos obliga a encerrarnos en complejos artefactos que nos alejan del elemento (con la notable excepción de artilugios como las avionetas, que forman más bien parte del territorio de la magia). El barco en cambio conserva esa cercanía que nos hace creernos conquistadores, un vínculo natural y extraordinario a la vez.

Sentado en un extremo de la embarcación (¿la popa?, quién sabe, qué importa) con el agua salada salpicándome, el sol achicharrando mis pelos y el viento limpiándome de todos los pecados me sentí inmensamente feliz. Pensé en ella, en una suerte de ridículo intento de compartir esa felicidad por la vía telepática. Amo mucho a esa mujer que me hace sentir en casa. A pesar de todísimos los pesares.

Terminamos ante uno de los tres ballenatos de Nuevitas, que es como llaman a los cayos que existen en la bahía. No lo dijimos pero sé que varios lo pensamos tras tirarnos del puente del remolcador y bañarnos en una playa hermosa en su salvajismo. En cierto momento sentimos la tentación de decirle al capitán que se fuera, que nosotros estábamos bien ahí, que si quería volviera en una semana a ver si de casualidad nos habíamos aburrido, pero que mejor viniera con bastantes suministros porque nos parecía que íbamos a echar allí una temporada bien larga.

Mientas escribo de esto una parte de mí se pregunta si no es un regodeo obsceno este el de hablar de barcos y baños en playas semivírgenes, pero creo que lo obsceno son las regulaciones que existen para que un cubano pueda poner un pie mar adentro. Que vivimos en un archipiélago, coño, y como habitantes de isla nos pasamos la vida mirando más allá del horizonte. Pero no, ahí están las ejemplares leyes cubanas, prestas a hundir cualquier intento de desafío a nuestra insularidad, condenándonos para bien y para mal a los precisos confines de la playa firme y unas cuantas brazadas más.

ballenato. Foto. Kako

Nuevitas, que para nosotros se resume tal vez en la tríada remolcador, cayo y ballenato. Sin dudas fue la sorpresa más sorprendente que alguien pudiera imaginar.

Pedro es un joven instructor de arte que forma parte del Movimiento Audiovisual Nuevitero -un grupo de gente que sin demasiado en el morral se empeña en hacer audiovisuales-, y fue nuestro guía improvisado en la noche nuevitera. Con él anduvimos sobre los trozos de asfalto que probablemente no visite carro alguno, vimos las ruinas de construcciones imponentes y una ceiba sembrada el 20 de mayo de 1902.

Caminar por las calles de Nuevitas no es un sano ejercicio para la conciencia ni la lógica. No hay manera de explicarse de qué forma un pueblo que destila tanto esplendor pasado, con edificaciones impresionantes, con un diseño industrial de tanto potencial, con una bahía casi perfecta, se esté deslizando aceleradamente hacia el abismo. O sí hay manera de explicárselo, solo que a este pueblo no lo quiebra el mercado sino la desidia y la errática implementación de políticas. Pero bueno, de esto sabemos bastante. La historia de nuestras vidas.

Al día siguiente visitamos la playa de Santa Lucía que, la verdad sea dicha, no me interesó demasiado. La tarde sirvió en cambio para convencerme de que Rachel y Kako son del tipo de personas que quiero cerca de mí, porque están tan o más locos que yo, porque nos desvelan y encabronan los mismos asuntos (lo que no significa ni por asomo que estemos de acuerdo en todo), porque el día que decida soltar todo y largarme a entender Cuba puedo contar con ellos. Qué más puede pedir alguien que delira con la idea de la redacción de una revista dispuesta a soñar un país.

Los diversos mapas de un país (I): Camino a Camagüey

Foto: Kako.
Foto: Kako.

Finalmente me incorporé a una de las guerrillas de Blogosfera Cuba. Lo del Centro Martin Luther King Jr. no cuenta como tal porque fue en La Habana, donde vivo; demasiado fácil como para pensar siquiera denominarlo acampada. El pretexto de la reunión sirvió para encontrarme con Camagüey, una ciudad que me había sido esquiva y a la que le debía hace mucho una visita.

Para llegar a Camagüey fue preciso viajar en tren, cosa que no hacía desde hace un par de años. Mis compañeras de ruta fueron Disamis, Karina, Marian y Mayra. Todas mujeres, todas inteligentes, qué más se puede pedir. Apenas salimos la ferromoza pronunció un curioso discurso que fue una revelación para mí, no tanto por la prohibición del consumo de bebidas alcohólicas –prohibición que, por demás no entiendo– ni por el aviso de que los pasajeros somos responsables de nuestro equipaje, sino por la manera educadamente despótica en que lo dijo. Supongo que así hablen las directoras de orfanatos en lugares difíciles, los guardias de prisión, los cuidadores de baños públicos; gente convencida de que no hay remedio y se enfocan en la conservación del puesto y no en el impacto social de su trabajo.

Este viaje me permite alejarme de La Habana por varios días, cosa que, de no ser por la ausencia de D, casi agradezco. Ya me hacía falta sentir en el cuerpo la tensión del viaje, especialmente la que provoca el viajar en tren. Extrañaba todo esto. El paseo interminable de los capitos de turno, pasando de vagón en vagón una y otra vez. Los vendedores que, por mucho que uno quiera, no dejan de parecer sospechosos y la mano instintivamente busca el bolso. El paisaje adjunto a la línea, bello en su monotonía. La calma chicha del tren, su suave embriaguez, lo mismo buena para tertulias y cavilaciones que para quedarse dormido. El fermento de tanta literatura.

Cuando se viaja de noche en tren el tiempo suele pasar volando, y antes que nos percatáramos ya estábamos entrando en la provincia de Camagüey. Solo tuvimos un pequeño contratiempo. Nuestro pasaje era hasta Florida, un pueblo que queda antes de llegar a la ciudad de Camagüey. En teoría debíamos bajarnos y tratar de conseguir pasaje para continuar pero, afortunadamente, la misma ferromoza que parecía de hierro nos dejó continuar como polizones el tramo que nos faltaba. Las muchachas consiguieron sentarse, pero yo debí permanecer de pie. El último pedazo del viaje lo hice parado frente a una ventana que no tenía ventana, con el frío de las cinco de la madrugada acuchillándome la cara, pensando en palabras que no existen.

A las seis de la mañana descendimos en el andén de Camagüey y a los pocos minutos comenzamos a sentir el peso abrumador de la hospitalidad de nuestros anfitriones camagüeyanos. Antes nos encontramos Disamis y yo con un pan con minuta, una de esas sencillas delicias que en La Habana suelen estarnos vedadas, al menos en la forma de auténticos panes con minutas ya que lo que nos venden como tal es un engrudo de pescado desmenuzado pasado por dos baños de harina y grasa.

La hospitalidad de nuestros anfitriones camagüeyanos, decía. Apenas llegamos un carro nos trasladó hacia la residencia estudiantil de la Universidad de Ciencias Médicas, donde nos acomodaron en una habitación. Yo, que hice el viaje sin pareja me encontré de pronto en una habitación sencilla, sintiéndome extraño por ser la primera vez en mucho tiempo que no compartía una habitación de provincias con nadie. Al rato me acostumbré, y para cuando había descubierto la ducha me había olvidado por completo de la extrañeza y estaba francamente encantado. Dejé correr el agua calentísima por mi cuerpo, despojándome de la suciedad acumulada en los últimos cientos de kilómetros, en los últimos cientos de cientos de vidas.

Después del baño decidí quedarme conversando con Rachel y Kako en lugar de ir a la Casa de la Trova. Ya sé que la idea de estos encuentros es compartir lo más posible con un grupo diverso que tiene pocas posibilidades de reunirse de otra manera, pero el cansancio del viaje en el tren el día anterior me estaba golpeando (¿síntoma de vejez? Mejor ni pensarlo).

Aproveché para descubrirle a Kako el Maggot Brain de Eddie Hazel, ese negro endemoniado en el que parece haber reencarnado Hendrix sin que el mundo se enterara. Maggot Brain es una de las canciones más hermosas que he escuchado alguna vez, un lamento hiriente y estremecedor que va cobrando fuerza hasta convertirse en aullido desenfrenado; una histérica declaración de principios que a pesar de todo conserva en su centro la calma de seis notas que bien pudieran ser el background de la construcción del universo. Todo aficionado a la música debería tener la oportunidad de vivir la experiencia que es escuchar esos 10:18 minutos de postsicodelia.

Eddie Hazzel
Eddie Hazzel

Ni Funkadelic ni la cerveza evitaron que después de un par de rodeos termináramos conversando de política, el eterno punto de debate de las conversaciones entre Rachel, Kako y yo. En eso echamos los restos de energía que nos quedaban. Un poco después de las once de la noche, arrastré mi cuerpo hasta la cama personal de la habitación 304 y caí como una piedra.

Senel Paz: “Cuba no requiere verticalidad, ni machismo entre los machos”

Por Rosa Miriam Elizalde / Especial para La Jornada
Gabriel García Márquez dijo alguna vez que Senel Paz era el mejor guionista de diálogos en español. Senel se lo toma como un piropo del Nobel, pero no se posible soslayar que su cuento El lobo, el bosque y el hombre nuevo (Premio Juan Rulfo, 1990) es un clásico de la Literatura cubana y un referente literario universal, con decenas de traducciones y versiones para al cine –la célebre Fresa y chocolate-, el teatro, la pintura y hasta el musical. Ahora mismo, tiene un éxito arrollador en Buenos Aires una adaptación para las tablas, mientras él escribe en La Habana un guión para una nueva película y sigue la saga de los personajes de sus cuentos y novelas, siempre en la adolescencia o la primera juventud, siempre bregando contra el hombre unidimensional y la intolerancia.
– Eres el gran rompedor de barreras literarias de tu generación. Lo dice uno de los críticos más importantes de Cuba, Francisco López Sacha.
– Sacha es sin duda un gran crítico literario, pero con los amigos se entusiasma demasiado, por eso todos aspiramos a que despida nuestro duelo cuando llegue el día. Yo escribo por inspiración y necesidad, no me preocupa por el lugar que me toque en el panorama literario, que ni importa ni es posible determinar por uno mismo.
– ¿Por qué ese título, El lobo, el bosque y el hombre nuevo, que cuesta recordar?
– Titular no está entre mis habilidades. Pero no me parece un mal título, solo difícil de recordar y malo para vender. La pista está en comenzar por el animal. Fresa y chocolate es bueno para vender, pero me gusta menos como título. Siempre fue provisional, hasta que se me ocurriera uno mejor, lo cual nunca ocurrió.
– Ni en el cuento ni en la película famosos sabemos a qué lugar se fue Diego, el homosexual. ¿Regresó?, ¿regresará?, ¿de dónde?
– Si supieras que no sé. Debe ser España o a México. La semana pasada conocí Buenos Aires y me pareció una ciudad ideal para Diego. En cuanto vuelva a mí, me dirá dónde anduvo. Mucha gente me pide que escriba una segunda parte de la historia.
– ¿Por qué?
– Piensan en algo así como un regreso en el que juzgaría adónde ha ido a parar el país quince o veinte años después de su salida, y eso a mí me suena a comisionado de la ONU en tareas de inspección. Más bien lo siento próximo a contarme con ironía su vida sexual y a hablarme de la soledad y la vejez.
– Según Diego sabemos qué necesita la Revolución cubana. Según Senel, ¿qué es lo que no necesita?
– No necesita la verticalidad, el machismo entre los machos, la retórica, los periódicos tal como los hacemos hoy, el temor a los jóvenes.
– ¿Qué es eso del machismo entre machos?
– Sólo nos quejamos del machismo como la relación abusiva del hombre hacia la mujer, pero existe una relación machista entre los hombres que es muy peligrosa sobre todo cuando se entrevera con la política. Es la permanente confrontación y comparación de las bolas, la idea de que las tuyas tienen que ser más grandes y dominantes que las de los demás.
– Parece un chiste.
– Pero es algo grave, explica por qué Cuba da consejos y hace críticas a terceros pero no las admite, no escucha. También explica la verticalidad, que un funcionario (un político) no haga suyo lo que le propone uno de abajo. Si hablamos de una ley de cine, pongamos por caso, tiene que proponerla el funcionario, no el cineasta. Ya sabemos que en Cuba pueden ser machistas los hombres, las mujeres y los gays.
– ¿Le ha hecho bien o mal el cine a tu literatura?
– Se han hecho bien mutuamente. Para mí son como una pareja de baile: se entrelazan, se complementan, se funden, pero también se separan y cada cual sigue siendo quien es.
– ¿Por qué has escrito más guiones de películas que novelas?
– Tal vez porque los guiones se escriben más rápido, se pagan mejor y son una novela que se vive pero no se escribe. De todos modos, en lo que a mi obra se refiere –es decir, las películas basadas en mis personajes– creo que terminaré invirtiendo la relación. Cualquier género o lenguaje que me permita crear personajes e historias me viene bien. Me muero por hacerlo en el teatro.
– ¿Te ayudan a entender la realidad o es la única manera de soportarla?
– Todo arte ayuda un poco a entender la realidad y también a soportarla. La realidad es demasiado dura como para que podamos vivir sin fantasías, desde la religión al arte, los bares y el amor.
– Según Stendhal, «he puesto mi felicidad en estar triste». ¿Dónde la has puesto tú?
– Me siento cómodo en la melancolía y el silencio. La melancolía es dulce y creativa y permite escuchar música. Como provengo del campo, también pongo mi felicidad en el silencio, en los grandes espacios abiertos, en las nubes y en los árboles. Soy un gran observador de nubes.
– Dijiste alguna vez que “Cuba es una isla con banda sonora”…
– Porque siempre está sonando música en alguna parte, bien desde un aparato o porque alguien toca o porque la imaginamos. Hablamos cantando, nos movemos bailando, al compás de un ritmo que nuestro oído capta y que está en alguna parte, cuando menos en el recuerdo. El cine nos ha habituado a que las escenas están acompañadas de música o de silencios igualmente elaborados.
– ¿Y cuál es la clave oculta de tu obra?
– Las claves son como las contraseñas, las más importantes uno las olvida, pero ahí están.
– ¿Qué está pasando en la literatura cubana hoy?
– Nos estamos levantando.
– ¿Y en el cine?
– Nos estamos hundiendo.
– ¿Cómo enfrenta la cultura cubana los cambios que se están produciendo en la Isla?
– Con impaciencia, con muchas ganas de participar y con poca participación efectiva. Tiene que ver con aquello de las bolas de que hablamos. A veces parece que lo mejor que hoy puede hacer un artista por la cultura es orar para que nuestros funcionarios tengan buenas ideas… o sobarle las bolas, lo que cada cual prefiera. Pero lo que uno quiere es actuar, participar.
– Entonces, ¿cuáles son los cambios más importantes en los últimos años?
– Los climáticos. La isla se está calentando.
– ¿Qué relación has tenido últimamente con la literatura mexicana?
– Un descubrimiento, un reencuentro y una noticia. El descubrimiento, Juan Antonio Parra; el reencuentro, Francisco Hinojosa; la noticia, lo que dicen los amigos de la última novela de Gonzalo Celorio.
– ¿Dónde te agarró la muerte de Gabriel García Márquez?
– En Ciudad de México. Primero como presagio. Salí a caminar por esas calles del Centro en las que venden libros viejos y veía muchos títulos de Gabo y eso me dejo la certeza, la inquietud, de que su muerte estaba próxima. Y así fue: dos días después llegó la noticia. Estaba en la ciudad que murió.
– ¿Quién era Gabo para Senel Paz?
– Gabo fue para mí inspiración como escritor, como hombre y como maestro. Debo aclarar que yo no alcancé la categoría de amigo de Gabo, solo tuve muchas oportunidades de estar cerca de él, de auxiliarle en trabajos y de disfrutar de su simpatía Si lo hubiera admirado menos, tal vez hubiera podido conquistar su amistad. Fue mi culpa que no sucediera.
(Tomado de La Jornada)

¿No es país para mártires?

ediciones martes recortado

Cubanos, hagamos una pausa y pensemos un momento: ¿hay alguno de nosotros dispuesto a sacrificar su tiempo, su prestigio, su fortuna y estabilidad emocional a favor de un improbable cambio del estado de cosas en Cuba? Si la respuesta es no, estaríamos dándole la razón a la hipótesis que M me planteara el otro día acerca de que las opciones que tiene el cubano hoy ante los problemas de la sociedad son básicamente dos: o emigra o se enajena.

¿Será cierto entonces aquello que una tarde fenomenal dijo Elaine –como al descuido, pero que nunca he olvidado- que los cubanos perdimos la capacidad de indignarnos? Porque lo cierto es que mientras el repertorio de asuntos urgentes es más gordo que los folios del caso de Los Cinco, no pasa absolutamente nada.

A veces alguien tira una piedra a un espejo, y aplaudimos al ver ese reflejo hecho añicos, y el pequeño rebelde que llevamos dentro suspira aliviado pensando que se ha salvado otro día la revolución. Pero esos actos, ya bastante escasos de por sí, no hacen más que calmarnos el ego por un rato.

En la misma conversación a la que hago referencia al comienzo de este texto, M me confesaba que cada vez le da más vergüenza decir que es periodista, porque es como ser un bufón sin audiencia o un estafador socialmente aceptado (la interpretación es mía, no suya). Y me puse a pensar si existe alguna profesión u oficio que se libre de eso. Y la evidencia de que el agotamiento es sistémico la tenemos al comprobar que el basurero recoge los desechos cómo y cuándo le parece; que el médico tiene –conscientemente o no– instaurada la cultura del regalo como método de sobrevivencia; que el abogado solo está buscando cómo extraerle algunos pesos de más al cliente; que a los comerciantes no les basta con lucrar irracionalmente sino que encima pretende –y logra– robarte en la mercancía; que los maestros han confundido, en el mejor de los casos, la instrucción con la cultura, cuando no han llegado a sucesos como el de Waterpre.

Con semejante panorama, ¿qué nos queda? Al periodismo –periodistas mediante– le queda recuperar su responsabilidad social como bien público que es, y a la sociedad en general reasumir esa condición ética que –dicen– atraviesa nuestra historia y explota de tanto en tanto.

¿Y por qué, si las insatisfacciones son tantas y tantos perciben el problema y sus posibles causas no cambia nada? “No tenemos líderes”, me dijo M, “el no tener líderes es fatal para cualquier proceso de transformación social, por más inquietudes ciudadanas que hayan. Yo no tengo madera de líder”, añadió, “no tengo interés en sacrificarlo todo a cambio de la ingratitud probable de los hombres. ¿Lo harías tú?”

¿Lo haría yo? ¿Lo haría yo? ¿Lo haría yo? ¿Lo haría yo? ¿Lo haría yo?…

La pregunta quedó rebotando acusadora –acosadora– en mi mente. Le respondí con evasivas. Porque la verdad es que no sé. Probablemente no lo haría. Pero sospecho que si aparece alguien capaz de aunar las voluntades, de detectar la comunión de intereses en el rosario de insatisfacciones compartidas por los distintos sectores de la sociedad cubana, me parece que el comienzo de la transformación real pudiera empezar a tomar forma.

Así que ya saben: se busca líder para revolución social en un sistema más justo. Si conocen de alguno, díganle que me escriba al correo. Enemigos de la soberanía nacional y la igualdad, favor de abstenerse.