No acostumbro a solazarme ante los espejos. La conciencia más o menos clara de que el físico no es mi mejor arma me hace pasar indiferente ante mi reflejo. Pero el espíritu del ejercicio me anima a detenerme unos instantes ante mi estampa, y me sorprendo al descubrir una cara a la que los rasgos adolescentes abandonan como ratas al barco hundido.
Ya me lo había advertido madre hace apenas unos días con una frase demoledora: «estás cogiendo cara de viejo». Y la verdad sea dicha, las líneas del rostro se van endureciendo, la sonrisa parece más irónica que franca, la mirada de asombro está siendo desplazada por la del aburrimiento; sufro, en suma, la mutación inevitable de la que tanto solía burlarme.
«El tiempo es uno para todos; más temprano que tarde el agua sigue el curso del río» parece decirme ese prospecto de señor que tengo delante. Madre mía, si hasta miren cómo estoy escribiendo.